Rostros para una época

 

A quienes jamás pensaron que un día formarían parte de una exposición.

A quienes no pasaron a la historia, aunque también hicieron la historia.

Al abaranero desconocido.

  

Mis palabras no estaban previstas en el programa de este curso, máxime cuando participo con imágenes y conocido es el axioma al respecto; sin embargo, por no ser mías las imágenes que presentamos no me sirven como expresión propia. Por otra parte, recordando una frase de mi Catedrático de Botánica, D. Salvador Rivas, cuando nos decía “pobre de quien acuda a estas aulas con el único fin de aprender botánica”, sentí que no podía limitarme al trabajo mecánico de coger unos negativos, meterlos en la amplidora, impresionar con ellos unas hojas de papel y revelarlos; para eso basta una máquina.

Y en verdad que mi casual encuentro con esos negativos se fue convirtiendo en íntima relación. Aunque yo no tomé esas fotos las he hecho mías, en cierto modo, por las sensaciones y sentimientos que en mí han despertado. He pasado muchas horas con ellas y con la gente que hay en ellas. En la soledad de mi cuarto oscuro, paradógicamente iluminado con dos faroles rojos, he visto las caras de esas setecientas personas, sus tipos, sus gestos, sus vestidos. En algunos momentos hasta he hablado con ellos. Sosteniendo en mis manos esas placas de vidrio he sentido junto a mi a Enrique Templado, me he puesto en su lugar y pensado cómo me gustaría a mí que dentro de ochenta años alguien tome mis negativos, mi particular tesoro, y los cuide y los mime con el cariño y el cuidado con que yo lo hago. “Enrique, aquí te has pasado de exposición”. “¡Qué pena que a éste le faltara lavado!”. “Este es una obra de arte”. Era nuestra conversación de cada día mientras aparecían las imágenes en el revelador. Decía Ansel Adams, el maestro de la fotografía en blanco y negro, que el negativo es una partitura que hay que interpretar, por eso, aunque no son míos los negativos sí son mías las fotos, porque he puesto el alma en ellas como el pianista pone el alma en sus dedos cuando interpreta la partitura que otro escribió.

La intrahistoria de la exposición fotográfica que nos ocupa es una sucesión de casualidades. Casualidad, aunque no tanta, es que me encontrara con Luis Templado fumando su habitual cigarrillo a la puerta de su casa un día en que debió tropezarse, por casualidad, con unas cuantas cajas de placas negativas de 9 x 12 en su “cámara última”. Conocedor de mi vicio fotográfico me las ofreció, se las acepté y me las dio a ver si yo sacaba algo interesante de ellas.

Por curiosidad, positivé al azar unas cuantas por contacto directo sobre una misma hoja de papel de 30 x 40, lo que dio lugar a que algunas de las imágenes salieran demasiado oscuras y otras demasiado claras. Sin embargo, otra casualidad quiso que una de las imágenes fuese la de Esmeragdo el Seco con su hijo (mi primo) Domingo en brazos.

Durmieron las placas en mi estantería un sueño de más de un año hasta que se planteó en el CEA la posibilidad de realizar el V Curso que nos ocupa e incluir como una  de las actividades  una Exposición de Fotografía Antigua. Me encargaron su coordinación y me puse a pensar qué fotos podría reunir para ella. De entrada tenía muy claro que no quería reproducciones de otras fotos y eso me obligaba a buscar negativos. Y ahí entra la colección de placas que me dio Luis. Las repasé en busca de paisajes, rincones, actos y todo lo que habitualmente consideramos para este tipo de muestras, pero apenas encontré media docena de ellas. La práctica totalidad de los negativos correspondían a retratos de personas en el “estudio” (el terrao de su casa) de Enrique Templado.

¿Mi gozo en un pozo?. Sí, hasta que pensé que imágenes del pueblo ya habíamos sacado todas las conocidas, mientras que no conocíamos las caras de la mayoría de las personas que vivían en el Abarán de principios de siglo. Sólo sabíamos de las personas de relieve, de los políticos, de los empresarios, de los que hicieron posible el Motor del Campo, pero desconocíamos cómo eran los que volvían las boqueras para que el agua que elevaba el motor llegara a los árboles. Y se me ocurrió mostrar esos rostros como homenaje al Abaranero Desconocido.

Una a una fui positivando por contacto las placas. Lo hice de rutina, sin pruebas, de modo que muchas de las copias no son buenas, pero sirven para ver las fotos y bastan para identificar personas. Cuando había terminado el trabajo (al menos eso pensaba yo) Luis me obsequió con otra cosecha de cajas que había encontrado. Hice lo propio con ellas y llevé el album con las más de doscientas cincuenta fotos para que las vieran él y sus hermanas. Al recogerlo le pregunté si no habría algo más y me contestaron que no Luis y Guillerma (se llama Guillermina, como mi madre, pero las conocemos por ese nombre sin el diminutivo que sólo conservó en su integridad la Barca del Menjú, hasta que perdió su original estructura). Eran las dos de la tarde y me fui a comer. No había llegado al postre cuando Luis llamaba a mi puerta con otro paquete de placas. Sólo había encontrado unas cien más. Con más paciencia y horas de laboratorio las positivé también. Total, trescientas veinte fotografías en las que aparecen casi setecientos abaraneros de la época: con una proporción infinitamente menor que esa sobre la población nos hacen creer ahora que las encuestas no fallan. De las más de trescientas fotografías hemos ampliado una parte, casi al azar, para verlas con más detalle, pero sin que ello suponga preferencia alguna por nuestra parte. Queda para el futuro próximo el compromiso de hacer lo propio con las demás.

En la soledad y aislamiento de mi cuarto oscuro, paradójicamente iluminado con dos faroles rojos, he visto las caras de esas setecientas personas, sus tipos, sus gestos, sus vestidos; he imaginado que unos se hacían la foto para algún documento, otros para mostrarla a la novia, como recuerdo familiar o, quizás, símplemente por el propio capricho de ver cómo era aquello de hacerse una foto. Mientras revelaba caí en el detalle de unos números del semanario En Marcha que editaba el Círculo Republicano, cuya sede y redacción estaban en la misma casa en la que yo vivo y del que mi abuelo Fidelio fue redactor. Si esos periódicos son de principio de siglo, lógico es suponer que deben contener algo relacionado con estas fotos. No me equivoqué y encontré algunas referencias, pero, sobre todo, su relectura me ayudó a ubicarme en ese tiempo. Hay en Abarán un ambiente muy participativo, gente inquieta, publicaciones como En Marcha (Periódico Republicano)  o Gente Alegre (Semanario Festivo Literario) que tratan problemas de higiene, el agua que no llega a las casas, el Sr. Payá que desvía el agua de las acequias a la Central del Menjú, la construcción del Asilo y hasta una trifurca entre ellos con una tal “La Chata” por medio. Pero yo veo en las fotos rostros unas veces serenos, otras temerosos, como si no se fiaran de estar allí; gente sencilla que quiere quedar al margen de las diferencias políticas que llenan el ambiente.

Llama mi atención entre las placas  la imagen de una procesión de los Santos Médicos que contrasta, evidentemente, con las ideas obsesivamente anticlericalistas que emanan de las páginas de En Marcha que he leído. En la acera, el perfil de alguien que me suena haber visto en otra foto y que debe ser republicano, pero que ha pasado una gravísima enfermedad y no atreviéndose a formar parte del cortejo procesional por lo que puedan decir sus correligionarios, ve pasar los santos, respetuosamente y sombrero en mano, “por si acaso”.

También por casualidad he tenido en mis manos una cámara fotográfica que mi pariente Jesús de Laureano ha puesto atentamente a mi disposición. Investigando sobre el modelo se abre un nuevo mundo de interrogantes con respuesta. Esa cámara es semejante a la que usó Enrique Templado para estas fotos. Dice Luis que era una cámara grande, con trípode, que la tiene su hermano en Barcelona. Pero esa no es la que ha tomado estas fotos. Esa es de 13 x 18 y sí es la que tomó la placa de los Santos Médicos estrenando su trono en 1929. La de estas fotos es de 9 x 12, como la de Laureano. De objetivo descentrable, lo que explica que la mayoría de las fotos estén mal encuadradas, ya que al abrir la cámara el objetivo queda desplazado y había que centrarlo antes de fotografiar, detalle que al principio debía desconocer el fotógrafo. El objetivo es poco luminoso, como la que tengo en mis manos, una lente de abertura máxima 11,  lo que explica que las fotos de la nevada estén movidas.

Es una cámara Luminor, comercializada por Manufacture Francaise d’Armes et Cycles de Saint Etienne, la mundialmente célebre Manufrance, inventora de la venta por correspondencia, en 1885, mediante un catálogo de 1.200 páginas del que se editaban 800.000 ejemplares y llegaba a todo el mundo, hasta el punto de que un corresponsal de prensa francés en Japón dice que allí “la única publicación francesa que llegaba era el catálogo de Manufrance”. Dicen que esta empresa fue paradigma de la Revolución Industrial en Francia y hoy día sus vetustos edificios conforman el complejo del Palacio de Congresos y Ferias de Saint Etienne. Pudo traer la cámara Antón Castaño, en alguno de sus habituales viajes a París, o quizás trajo el catálogo de Manufrance, que contenía, además, armas, ciclos, ropa, artículos de caza y pesca, libros sobre perros, manuales de fotografía y un largo etcétera que lo convirtieron en “el breviario del hombre moderno”, y a través de él vino la cámara. Es más razonable esta segunda posibilidad, ya que esa marca sólo vendía por correo. Otra circunstancia que apoya esta teoría es la existencia de esas maravillosas diapositivas estereoscópicas de la Procesión de los Santos Médicos y la Plaza Vieja, las cuales pudieron tomarse con una cámara estereoscópica Glyphoscope, transformable en visor, y que también estaba en el mencionado catálogo. También la empresa de Nicolás Gómez o la misma Champagne Frêres, que junto con la fábrica de la tía Trinidad que representaba Antón componían el tejido industrial abaranero de la época, pudieron ser vía de entrada.

Todo este material es de principios de siglo, pues usa placas de vidrio propias de la época, aunque ya empezaban a usarse películas sin perforar, pero su más avanzada tecnología supongo haría menos accesibles los aparatos. Encontramos tres marcas: Guilleminot, Jougla, Lumiere et Fils y Lumiere et Jougla, lo que nos permite fecharlas a caballo antes y después de 1911, fecha de la fusión de Lumiere con Jougla. Las placas usadas tendrían dos procedencias. Las primeras (Guilleminot) vendrían directamente de Francia por cualquiera de las vías comentadas y otras habrían sido adquiridas en la Droguería Los Catalanes, de la calle Verónicas, de Murcia, la más afamada de la época y que daría paso a la que durante muchos años fue la única tienda de material fotográfico de Murcia, la Droguería de Orenes, en la misma calle. Todo era material francés, pues era el más popular, ya que las marcas alemanas eran palabras mayores en esas fechas.

En la era en que hacer una fotografía en color y de noche es un gesto cotidiano, resulta curioso apreciar en las fotografías las posturas, las caras de esos niños que forman parte del retrato de la familia al completo con padres o hermanos mayores desplegando sus manos para mantener quietas a las criaturas o la “arrogancia” del mozo con su gorra ladeá y puro entre los dedos. En la era digital es, cuando menos, emocionante imaginar cómo aquellos “magos de la luz” se ilusionarían al ver aparecer en un trozo de vidrio la imagen que minutos antes habían tenido ante sus ojos. Lo importante era tener esa imagen; su contraste, la finura de grano, el equilibrio de luces, la correcta composición eran conceptos vacíos. Sin embargo, muchas de esas imágenes pueden verse ahora como obras de arte engrandecidas precisamente por la precariedad de medios con que se obtuvieron, alguna de las cuales no le importaría firmar a cualquier fotógrafo de prestigio actual. La luz era la del día: si lucía el sol tenían media cara blanca y media negra; si estaba nublado el equilibrio de luces y sombras dotaba las fotos de un pictorialismo ideal; si nevaba o el día estaba exageradamente gris todo salía movido. Para dar una idea de sus limitaciones basta comparar ese objetivo de abertura máxima 11 con los actuales, normales y baratillos, de 3,5 o 2,8, y no digamos de los llamados “nocturnos” con abertura máxima de 0,9, que significa, para entendernos, que dejan pasar más luz de la que realmente hay

Buscando todos estos detalles, nos hemos cruzado en el camino con alusiones a la Revolución Industrial, la Belle Epoque o Le Nouveau Art. Y en ese silencio de mi cuarto oscuro, paradójicamente iluminado por dos faroles rojos, mirando las caras, los gestos, la vestimenta del Hijo de Luciano, Cayo, Parejo, Maraño, Velasquillo, Margarito, etc., advertía el tremendo contraste entre el tímido vestido solapado de la Hija del Nene Roque y los can-can y marabúes del Moulin Rouge, a la sazón cuna de la Belle  Epoque parisina. Entre esas manos del tamaño de una sartén, moldeadas en el astil de una azada, y los delicados dedos que montan los obturadores de las cámaras o los percutores de las armas o pintan los adornos del cuadro de una bicicleta Hirondelle de Manufrance, paradigma de la Revolución Industrial. Entre la rudimentaria etiqueta de la Pulpa de Melocotón de Gómez Tornero Hermanos y la exquisita incorporación de las últimas tendencias del Nouveau Art a las etiquetas de los coquetos frascos de exóticos perfumes de la comarca de Grasse, vecina de la glamourosa Costa Azul. Nada de eso tenían nuestros sencillos y laboriosos antepasados de las fotos: ni glamour ni delicadeza ni cancanes ni exóticos perfumes ni mucho menos una Revolución Industrial que, por otra parte y con todo un siglo por medio, todavía tenemos pendiente. Hubieron de pasar cuatro décadas y una estúpida guerra para que pudiéramos presumir de un a menudo malinterpretado Abarán-París-Londres, diluido y deformado con el tiempo para convertirlo en anacrónico y jubiloso santo y seña de la grandeur abaranera.

Sin desmerecer a otras series de fotografías, estamos ante la más importante colección de imágenes del Abarán de principios del siglo XX. La cara es el espejo de alma y estas casi setecientas caras son suficiente información para conocer el ambiente de aquella época, quizás más bella en otras latitudes, pero tan entrañable para nosotros. Nuestras gentes eran predominantemente sencillas y humildes; veinte años después de aquel V Centenario tenemos  nuevas pruebas que nos hacen renunciar, una vez más, a nuestros delirios de alta cuna, ante la mirada de esos ojos firmes en rostros curtidos por el sol, el viento y el trabajo. Gracias a la minuciosidad de Enrique Templado y al cuidado de su familia nos ha llegado algo que el tiempo ha transformado en documento muy valioso.

No podemos cometer la ligereza de limitarnos a ver lo anecdótico de setecientas imágenes que valen más, mucho más, que setecientasmil palabras.

 

Pedro García