TIEMPO PASADO, TIEMPO PERDIDO

Bajo este mismo título podríamos expresar sentimientos más actuales y comprometidos que los que recogen las líneas que ocupan este espacio, pero, tal como se está poniendo el ambiente, me voy a limitar a escribir de fotos y fotógrafos.

 Hace unos días teníamos la oportunidad de conocer de cerca de una de esas personas irrepetibles que marca una forma de comportamiento y se convierten en paradigma de lo que hacen. Es el caso de Paco Cano, Fotógrafo taurino. En palabras propias, Cano tuvo “la suerte de presenciar la desgracia de Manolete”. Fue la única cámara que retrató la tragedia y, en una época en la que los medios visuales no estaban tan extendidos como ahora, esas imágenes dieron y siguen dando la vuelta al mundo.

 Quienes miran con interés esas fotografías no estuvieron allí. No tuvieron que aguantar la emoción de ver al amigo muerto para encuadrar, enfocar y apretar fríamente el disparador de la cámara; para encerrarse en el cuarto oscuro y ver aparecer, repetidas, las imágenes en el papel fotográfico y revivir la escena con todos los recuerdos.

  Hay una gran diferencia entre lo que siente al ver una fotografía quien la hizo y el que no es más que espectador ocasional de la imagen fija sobre el papel. Cuando encuadramos, enfocamos y disparamos estamos integrados en el medio que nos rodea. Oímos, olemos, sentimos el momento que vamos a perpetuar inmóvil, silencioso, inodoro e insensible. Por eso, hay ocasiones en que al ver positivada una fotografía la desechamos porque no nos dice nada, no es lo que esperábamos de ella cuando la hicimos con los sonidos, olores y emociones del momento. La imagen, por sí sola, no dice nada. Si eso nos puede ocurrir a los que hacemos la foto, ¿qué no pasará a quienes sólo la miran?.

  Estos días he estado mirando otras fotografías. Si hace dos años aparecían ante nuestros ojos las imágenes de las gentes de Abarán tomadas por Enrique Templado, ahora estamos enfrascados en mostrar el Abarán urbano y costumbrista a través de los ojos de su hermano, Eloy Templado, gracias a la generosidad de su familia y en especial de su nieto Eloy, depositario del archivo. Son unos quinientos negativos de cristal y celuloide, desde pequeño formato de 3 x 4 cm hasta placas de 13 x 18. Las Canales, los toros con caballos sin peto,  música, procesiones, fútbol, carnavales, se nos muestran con la frescura de aquellos años veinte perpetuados por el invento de Daguerre.

  Al ver esas calles y esas gentes sentimos el deseo de revivir aquellos días dando marcha atrás a la moviola del tiempo. Porque ahora no podemos disfrutar el ritmo del silencio truncado por el chapoteo del agua que chorrea de la noria; del burro que hace girar la ceña, azuzado por el zagal vara en mano; de los críos jugando en el atrio de la iglesia con la mujer que sujeta al hijo en brazos mientras hace equilibrios con la capaza en la cabeza. Esas calles sin coches, esa Era por urbanizar, la Ermita como balcón a los cuatro vientos nos dejan con las ganas de hacer esas mismas fotografías con la misma tranquilidad, con la misma sencillez.

  Hace dos años concedían el Premio de Fotografía de la Comunidad de Madrid al que podemos considerar el fotógrafo costumbrista español vivo por excelencia: Ramón Masats. Sus imágenes de Las Urdes en los años cincuenta son un tratado de Geografía Humana. En una entrevista que le hacía TeleMadrid con ocasión del premio, le preguntaban si no sentía nostalgia de volver a hacer las mismas fotos en la actualidad, con ese mismo encanto, por el cambio que han experimentado los escenarios y las gentes que los poblaban. El contestó que sí la sentía, que cincuenta años después es impensable encontrar esos ambientes tan fotogénicos, pues la vorágine del desarrollo no ha dudado en arrollar todo a su paso. Sin embargo, ese desarrollo ha sacado de la miseria aquellos paisajes y aquellas gentes y, por eso, se alegra de no poder repetir hoy esas fotografías por falta de tema.

  También nosotros debemos alegrarnos de no tener hoy niños harapientos con las velas colgando ni hombres tirando del carro para transportar las pesadas cajas de naranjas ni oscuridad en la noche, tristemente atenuada por unas pobres bombillas de veinte vatios alimentadas por los tres hilos que venían del Menjú y limitadas por las famosas rateras. Y nos debe caber, además, el consuelo de que, así como nosotros añoramos esos paisajes, dentro de cien años, cuando alguien coja mis negativos y los amplíe se le hará la boca agua de añoranza porque estas calles casi intransitables por culpa de los coches amontonados y estrechadas por edificios con más plantas de la cuenta, nuestros campos invadidos de naves incontroladas, las marañas de cables o las riberas del río destrozadas por los arreglos de su cauce les parecerán propias del Paraíso, comparado con lo que estarán viviendo en esos días. Suponiendo, claro está,  que dentro de cien años a la existencia puedan llamarle vida

 

 

 

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